(Publicada por Revista Perígrafo, México, septiembre de 2017)
Nos lo había dicho Bradbury, pero no lo entendieron todos; En el futuro algo pasaría con el hábito de ser lector, donde dejar de ser uno era equivalente a hacer arder libros a 451 grados Fahrenheit para desaparecerlos. Luego de la muerte del escritor, su mensaje reemergió como una alerta inoxidable, un aviso en mayúsculas a un mundo que se vuelve tan digital, como fatalmente iletrado.
En menos de cincuenta años han cambiado para siempre las formas de leer, ya no es detenerse en un libro para consultar otro, ahora hacemos ese mismo viaje por un túnel al que llamamos “link”, “enlace” o “liga”, y tuvimos que agregar (entre otros términos) “hipertextualidad” a nuestro diccionario. El mundo gira rápido, hemos brincado de un siglo a otro viajando en un tren con una única luz intermitente. Al anochecer del siglo pasado, las luciérnagas, que creímos iluminaban el cielo con su coreografía fantástica, eran en realidad una bengala de alerta, un S.O.S. que susurraba “Los libros están ardiendo, endo, do”. No nos quedó más que poner la aguja en el tocadiscos para, una vez más, bailar una danza triste y melancólica, cual tango en una noche de puerto antigua. ¿Acaso es así como sabe la nostalgia?
Yo digo que hay que desconfiar de quienes no tengan libros en sus casas, de los que se enteran de todo por twitter y de los que se quedan sólo con lo que dice un titular. El mundo no es el mismo desde que vino la modernidad disfrazada de un forastero encantador, conquistándonos con su elixir y, cuando le dejamos entrar, se convirtió en un monstruo que nos esclavizó. Ahora somos la mitad de la legión que éramos en antaño, en la que todos nos sentimos un poco Montag.
Pero nos habían advertido de este futuro. Primero fue el audiolibro, luego vendría la tablet y más tarde el Kindle, pero nada será nunca como un libro, como su aroma, como la experiencia de llevarlo a casa por primera vez y buscarle un lugar de privilegio en nuestras bibliotecas. Ese rito retro de abrirlo, y que nos permite internarnos en sus pasillos interiores, que saben que deben pausarse cuando, al cerrarlos, nos incorporamos por un instante a la realidad.
Esta era de lectores renunciados dejó en evidencia una realidad desafortunada para cariños obsoletos, los de las dedicatorias que fueron condenadas a vivir su vejez en librerías de segunda mano, con su primera página marcada por tinta antigua diciendo: “Para mi esposo amado”, “Con todo cariño para mi sobrina” o incluso: “Estas páginas fueron las que me salvaron de un infierno”. Todas esas inscripciones están allí esperando que un comprador romántico, las pueda salvar del olor a viejo, de esa confusión de montón y, les devuelva un poco de dignidad.
Los libros ya son casi como un secreto, los cargamos en nuestros bolsos mientras abordamos trenes, aviones y autobuses, para escapar de las ciudades, del ruido y de los miedos actuales. El mundo no es el mismo desde hace tiempo, pero se ha notado más desde que se encendieron, casi al unísono, estas mini computadoras en nuestros bolsillos, acortando las distancias, pero convirtiendo las voces en sucesiones rítmicas de clicks.
En medio de tanto mal contemporáneo, todavía me queda uno antiguo; Aún me enamoro de quien va leyendo un libro en medio de un mar de rostros iluminados por un teléfono celular, o de miles y millones de teléfonos celulares. El único teléfono que quisiera tener ahora en mi mano es uno para marcar al pasado, para llamarte, para rogar que estés allí, en casa, y para quedar de vernos frente a frente, tomarnos un café y compartirnos todo lo que encontramos en nuestros libros de papel. ¿No es paradójico que estemos leyendo esto en una computadora? El apellido de este futuro es Ironía.
http://perigrafo.org/futuro-ironia-nos-lo-habian-advertido/